Trump y Cuba, una situación en la que todos pierden

A nadie sorprende que Donald Trump decidiera revertir varias de las medidas adoptadas por su antecesor, Barack Obama, para mejorar las relaciones de EE.UU. con Cuba, pero la maniobra no es la mejor. En resumidas cuentas, todas las partes van a perder con la decisión de Trump, salvo los más radicales en La Habana.

Los ciudadanos estadounidenses perderán al reintroducirse la mayoría de las restricciones a los viajes a la isla. Resulta sorprendente que Washington haga valer restricciones más propias de un régimen totalitario que de una democracia moderna.

Las empresas estadounidenses también perderán, ya que a varias de las que acudieron en masa a la isla en los últimos años desde el deshielo de las relaciones les resultará imposible ahora hacer negocios sin tratar con Gaesa, el conglomerado controlado por las fuerzas armadas, como exige Trump.

Se estima que Gaesa administra alrededor del 60% de la economía cubana y el 80% de la industria turística del país. No está claro el alcance de la nueva política para firmas como Starwood Hotels (propiedad de Marriott), que tiene un acuerdo con la cadena Gaviota de Gaesa para operar un hotel en La Habana, o para Western Union, Visa, MasterCard y Airbnb, todas las cuales tienen vínculos con empresas controladas por el holding militar.

Pero quienes más perderán son los cubanos comunes y corrientes, dado que la mayoría de los intentos de Obama por flexibilizar un embargo económico impuesto hace más de medio siglo quedarán en suspenso, al igual que la esperanza de que los trabajadores y sus familias disfruten de la calidad de vida que merecen.

Cuando Obama lanzó la política de acercamiento con Cuba, no lo hizo porque le gustara el Estado comunista unipartidista ni Raúl Castro, o porque admirara a su fallecido hermano Fidel. Lo hizo porque fue lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que la política de intento de bloqueo a Cuba y de sufrimiento hacia su pueblo había fracasado por más de 50 años. También advirtió que el embargo y los intentos de socavar el régimen daban a los líderes de la vieja guardia el chivo expiatorio perfecto que necesitaban para denunciar la mala administración y represión política de Cuba. Poner fin a esa política conduciría a la apertura de la economía y, por consiguiente, según dicta la lógica, a las reformas políticas.

Los más radicales en La Habana deben estar ahora frotándose las manos.

Curiosamente, Trump no revocó la decisión de Obama de restablecer relaciones diplomáticas completas con Cuba, y dejó la puerta abierta para mejorar los lazos si se observan avances en la "promoción del Estado de derecho, el respeto a los derechos humanos y medidas concretas para fomentar las libertades políticas y económicas", señaló la Casa Blanca. Entre las demandas figuran la liberación de presos políticos, la autorización para formar partidos políticos y los derechos de reunión y expresión, así como el compromiso de celebrar elecciones democráticas con observación internacional. (Estas inquietudes no impidieron al presidente estadounidense cortejar hace poco a un régimen mucho más perverso en Arabia Saudita).

Incluso antes de que Obama cambiara el enfoque de Washington hacia Cuba, la Sección de Intereses de EE.UU. en La Habana era más grande que muchas embajadas, por lo cual los cínicos podrían decir que el restablecimiento de relaciones íntegras era poco más que algo simbólico. No obstante, en la diplomacia y las relaciones internacionales el simbolismo importa y constituye una señal de vínculos subyacentes.